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Periodismo

Ex alumnos despiden al profesor y periodista Enrique Ramírez Capello

31 / 01 / 2021

El destacado docente que falleció este 31 de enero dejó en valioso legado a los cerca de 4.000 periodistas que pasaron por su sala de clases en sus 22 años como profesor de periodismo en distintas universidades.

Enrique Ramírez Capello fue uno de los primeros profesores de la Escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales cuando ésta abrió sus puertas en 1988 y es sin duda uno de los más recordados. Cuando los primeros egresados celebraron los 30 años de la escuela, en marzo de 2018, Ramírez Capello fue el invitado de honor. Sus alumnos cargaron su silla de ruedas hasta el estudio de televisión, donde recordó cómo fueron aquellos años. “El auditorio ardía de nostalgia y recuerdos”, diría después.

El profesor Ramírez Capello falleció el 31 de enero de 2021, diez años después de que una negligencia médica lo dejara paralizado. Pese a las dificultades físicas, nunca dejó de escribir y publicar.

Nació en 1943, creció en Puente Alto y estudió en la Universidad Católica, donde también hizo clases. Trabajó durante 33 años en Las Últimas Noticias, entre otros medios, y fue presidente del Colegio de Periodistas entre 2000 y 2002.

Sin embargo, fue en las aulas universitarias donde dejó su huella más profunda. Siempre elegante y formal –como se ve en la imagen que ilustra esta nota y que captó Marcelo González Zúñiga en una clase en Periodismo UDP en 1998–, enseñaba periodismo con una mezcla de mística y amor por el lenguaje. Así lo recuerdan quienes fueron sus alumnos:

“Leer. Escribir. Corregir. Tu santísima trinidad”

Pocos profesores marcaron tanto a sus alumnos como Enrique.

Nos enseñó a volar. A creer. A ser diferentes en un tiempo en que era más fácil y cómodo ser parte del rebaño, seres grises en el gris que todavía, en 1988, era uno de los colores predominantes en un país que apenas se atrevía a soñar en colores.

Nos enseñaste que la libertad de la palabra nos hacía también un poco más libres. Que los únicos limites que de verdad nos amarraban eran aquellos que nos imponíamos nosotros mismos.

Leer. Escribir. Corregir. Tu santísima trinidad. La receta simple y mágica cuya única condición irrenunciable e intransable era el respeto por el idioma que tanto amaste y defendiste.

Defendiste a ultranza el don de la palabra. Desde la cátedra y desde la responsabilidad editorial de Las Ultimas Noticias, la casa que tanto amaste, quizás a la que amaste más.

Nuestra escuela pierde a uno de sus fundadores. Muchos de nuestros compañeros pierden un colega. Pero algunos de nosotros perdemos a un amigo.

Somos parte de una generación privilegiada. Los fundadores de una escuela que se hizo a sí misma a punta de ilusiones.  Tuvimos la fortuna de compartir más allá de la academia, aprendiendo que la esencia de esta profesión no está en los libros ni en la cátedra, sino en la inquietud de sentir que nada de lo humano nos es ajeno, como tantas veces nos dijiste en alguna de tus clases.

Gracias por habernos dado la posibilidad de observarte y aprender de ti. Por haber sido parte de tu historia y permitirnos hacerte parte de las nuestras.

Descansa en paz, Enrique.

Descansa en la certeza de saber que quienes te conocimos tratamos de ser hoy un poco mejores. Descansa en la seguridad de que hemos intentado abrazar la palabra con el amor que tú lo hiciste. Descansa sabiendo que somos lo que somos, en parte, gracias a ti.

Edgardo Rivera, periodista UDP, generación 1988

“El mago que ahora viaja al otro lado del velo”

Don Enrique,

Mientras ensayo éstas, las palabras lejanas de su partida, me pregunto cuánto me pertenece enteramente la escritura.

Es usted, el mago que ahora viaja al otro lado del velo, al encuentro de sus musas y de sus leyendas, quien guía mis manos, como lo hiciera hace más de veinte años en una ruidosa sala de máquinas, allá en Ejército 141.

En esas vastas paredes, al pie forzado de títulos como “El cine de mi barrio”, descubrí mi voz y mi vocación. En la conspiración de la pirámide invertida, aprendí a transitar la entrelínea y la llamé “vida”.

Hoy, proclamo también que es su heraldo y su herencia.

Somos tantos los que viajamos con usted a la patria misteriosa de la comunión eterna. Somos tantos quienes lo llevamos en el pulso y lo esparciremos en la tinta, en el vino, en el poema.

Adiós, don Enrique, sea para siempre bienvenido: al panteón de los que no se olvidan, a la morada secreta de los que nunca se van.

Luz María Bravo, periodista UDP, generación 1989

“Ramírez Capello sabe de Luz”

Podría pensarse que es nostalgia la tinta del profe. No es así. Lo que pasa es que Ramírez Capello sabe de Luz. La Luz es onda y es partícula, afirma el Nobel de Física Niels Bohr. La tinta del profe capta la vibración de los hechos que perduran y la transforma en materia con letras.

Pero no se confundan. El profe nos llevó la vista a conectar con el tuétano de los hechos, no con la cáscara fáctica. La poesía escondida en las intersecciones de las calles donde transcurren los elementos de la noticia.

El karma de las injusticias dobló sus dedos, pero no sus adjetivos. Escucharlo respirar con dificultad, es –un poco– conectar con los apretados pulmones del bosque amenazado y con la asfixia de los postergados. Leerlo, es recobrar la esperanza. Para él y para todos nosotros.

Más que un aula de teorías lateras, el profe Enrique nos llevó a Tilusa, nos hizo cita con las preguntas de Neruda, tango nos hizo oír y despeinó nuestros miedos a la página en blanco. “Tú puedes”, “subvierte tus propios dictadores mentales”, “¡¡Letras con alas…letras con alas!! ”, nos decía sin decir.

El profe nos enseñó de sensibilidad y nobleza con las palabras. Cuidar el idioma no por rigidez leguleya, sino por amor al puente humano que son sustantivos y adjetivos. El profe nos inculcó una forma de concebir el reporteo como una danza con entrevistados y eventos al ritmo de puntos y de comas.

Podría pensarse que la pluma de Ramírez Capello muere. Yo creo que es sólo el cuerpo que se le muere. Enrique se va a escribir con Luz.

Marcelo Santa María V., periodista UDP, generación 1988

“Coleccionaba cariño y magia”

Enrique Ramírez Capello coleccionaba cariño y magia. Lo fui a buscar a su casa en Providencia para que nos acompañara a sus regalones –eso queríamos creer los “fundadores del 88” – a celebrar los 30 años de que abrimos juntos Periodismo en la Portales.

Ahí estaba, con su cuidadora, y tuve el privilegio de tomar en brazos su cuerpo frágil y ponerlo en el asiento del vehículo, mientras la enfermera subía atrás su silla de ruedas. Días antes estuvimos rememorando episodios, personajes, noticias y política ya ida. Movía un poco sus manos, el cuerpo no acompañaba su memoria vertiginosa y su imaginación chispeante. Pero ahí, en esa casa, mantenía su creciente colección de cariños y magias: cientos de alumnos y colegas, decenas de objetos coloridos, miles de anécdotas sabias o ridículas o geniales.

La maldita negligencia médica no lo doblegó: siguió escribiendo y publicando.

Unos destacan su delirio por Puente Alto, la debilidad por los disfraces, las marionetas, los trajes a rayas con pantalones más cortos que largos, el tango y el bolero, el café Torres, Gardel, Las Últimas Noticias de su vida, y una valentía que se pagó no tan cara, para un periodista decente en dictadura. Yo lo recordaré además trayéndonos su propio retrato, de la mano de un invitado mágico al aula: el premio nacional de periodismo, mención fotografía, Enrique Aracena, su amigo.

“Agárrame la pata, cabrito”, le habría gritado Aracena al imberbe reportero Ramírez, mientras saltaba al vacío por el balcón del Senado de la República, para captar desde un ángulo insólito un honorable puñete. Y Enrique lo agarró. Así fue su vida: facilitar la magia de sus colegas, de sus alumnos, de sus lectores. Sencillo, alegre y generoso.

Alberto Pando, periodista UDP, generación 1988

Tinta indeleble

“Aló, habla Enrique”. Eran los primeros años de los 90, pre internet y a puro teléfono fijo. Ramírez Capello llamaba por citófono al cubículo de LUN donde trabajábamos varios de sus alumnos de la primera generación UDP. Siempre muy suave, tranquilo y respetuoso, el profe, ahora el jefe, requería a alguno/a para asignarle un tema o sugerir correcciones a una nota, entrevista o artículo a publicar.

Erguido en su sillón de respaldo largo que ocupó por décadas, irradiaba plenitud. Cada mañana nuestro editor llegaba con su maletín a pasar/gozar jornadas que jamás terminaban antes de dieciséis horas. La pauta diaria no solo incluía el reporteo y la redacción, sino el disfrute de almuerzos, cenas, variadas efemérides que construyeron una sólida amistad y un extenso anecdotario.

La vida nos juntó en 1988. Él camiseta puesta con los 90 que ingresábamos a la “Vieja casona”, la nueva Escuela de Periodismo de la Portales que estaría bajo la examinación de la Universidad Chile. Con la máxima de formar a los mejores, nuestro profesor de redacción general nos transmitió su pasión por el oficio, el amor por la escritura, la palabra, la creatividad. Detestaba los errores gramaticales (dequeísmos, cacofonías, cortes de palabras eran parte de una extensa lista). Por mucho tiempo nos tuvo en jornadas maratónicas tecleando en las Underwood. ¿Conocen a Sabella? “Leer, leer, leer, escribir, escribir, escribir, corregir, corregir, corregir”. Creía en sus alumnos, estimulaba el potencial de cada uno/a. Fue nuestro principal defensor ante las draconianas comisiones de la Chile que en primer año rajaron a 80 alumnos en el primer examen.

Estudien, practiquen, observen. Cada clase era un desafío para este amante de Neruda y Gardel. Era frecuente que nos sorprendiera con algún invitado, desde el fotógrafo Enrique Aracena hasta el Gardelito chileno. En esa ocasión don Enrique vestía pañuelo al cuello y sombrero borsalino.

Nos marcó con cientos de relatos sobre la bohemia periodística en el Café Torres. Con historias de sus admirados Luis Sánchez Latorre, Juan Emilio Pacull, Mireya Latorre, Raquel Correa, Julio Martínez, Alfonso Calderón… y su gran maestro, que años más tarde también sería el nuestro, Guillermo Blanco.

Y así como su cabeza acumulaba experiencias, conocimientos, hechos y personajes, su departamento en el barrio Bustamante también. Paredes tapizadas de pinturas, marionetas, títeres, carruseles, mascarones de proa; colecciones de copas de todos los colores imaginables exhibidas en varias vitrinas; platos, sombreros, entre otros. Frecuentemente compartíamos allí largas veladas varios de quienes fuimos sus ayudantes, luego de que dejara su amada casa en Puente Alto.

Hombre/periodista culto, entretenido, sencillo, cercano, generoso y por sobre todo una persona de buen corazón. Las Últimas Noticias sin duda fue su segundo hogar. Cada uno de los periodistas que llevaba años en el diario tenía alguna anécdota que contar de él o con él. Era distraído y tal vez un poco ingenuo. Histórica fue la broma de uno de sus colegas que metió dos inservibles guías de teléfono en su maletín y que lo tuvo acarreándolas durante más de un mes sin darse cuenta.

Una negligencia médica lo dejó inmovilizado. Pero como el amor al periodismo y al oficio de escribir fueron tan fuertes como él, siguió publicando sus columnas hasta hace un par de semanas.

Don Enrique nos deja un legado imborrable. Gran parte de lo que somos como periodistas se los debemos a él. Gracias a nuestro maestro y amigo.

Andrea Ledermann y Verónica Vergara, periodistas UDP, generación 1988.

“Heredero de la bohemia periodística chilena”

La sala de redacción del Campus Oriente de la UC era un espacio alargado, con mesas metálicas sobre las cuales descansaban máquinas de escribir que hoy se me antojan enormes. Al fondo, una ventana miraba hacia el verde del parque y desbordaba de sol por las mañanas. Allí conocí, hace 25 años, a Enrique Ramírez Capello, mi profesor de Redacción Periodística. Don Enrique, le dijimos desde el comienzo. Creo que la primera vez que lo vi llevaba un traje verde manzana y unos suspensores morados, lo mismo que la corbata y el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta. En esa primera clase nos preguntó si conocíamos a Andrés Sabella, a Luis Sánchez Latorre, a Tito Mundt. Después nos hizo escribir en clase un autorretrato. Todo: los nombres, las tareas, fueron ejercicios nuevos y divertidos. Desde ese día, comencé a esperar –con esperanza– la clase de redacción. Un día el profesor nos envió a describir rincones del campus. En otra ocasión tuvimos que responder un cuestionario sorpresa:

¿Por qué los inmensos aviones/ No se pasean con sus hijos?

¿Cuál es el pájaro amarillo/ Que llena el nido de limones?

¿Por qué no enseñan a sacar / Miel del sol a los helicópteros?

¿Por qué los árboles esconden / El esplendor de sus raíces?

¿Hay algo más triste en el mundo / Que un tren inmóvil en la lluvia?

¿Cuántas iglesias tiene el cielo?

¿Conversa el humo con las nubes?

Todas pertenecen, claro, al Libro de las Preguntas de Pablo Neruda.

Enrique siempre llegaba antes que nosotros, pero un día entramos a la sala y no lo encontramos. Oímos música; alguien se acercaba cantando un tango: era –supimos después– Rafael Rojas, el Gardel chileno.

Nos acostumbramos a esperar las sorpresas. Un día era la visita de Mario Gómez López, gran periodista radial. Otro, el relato de Luis Hernández Díaz, un ex convicto reformado que hacía obras sociales en Puente Alto. Lo llamaban Papillón, como el personaje de la novela de Henri Charriere que en los años 70 encarnó en el cine Steve McQueen. También conocimos a Sergio Marabolí padre, quien nos relató su experiencia como testigo de la ejecución de los llamados psicópatas de Viña.

Tan vívidas como esas historias recuerdo otras que Enrique nos contó sobre la época dorada de la prensa escrita chilena. Los años en que los periódicos se armaban a pulso, en linotipia; cuando los cierres se alargaban hasta la madrugada y los periodistas se instalaban en Il Bosco a beber, fumar y conversar hasta que salía el primer ejemplar del diario y lo llevaban así, tibio como pan recién hecho, a sus casas. Enrique, quien estudió en los primeros años de esta escuela (Periodismo UC), alcanzó a conocer a figuras como Joaquín Edwards Bello o Daniel de la Vega. Para nosotros, Enrique era el heredero de un mundo que ya en los años noventa había desaparecido, el mundo de la bohemia periodística chilena. Pienso ahora en lo importante que fue haber tenido este contacto que nos permitió sentirnos parte de una larga tradición, aprendices de un oficio que otros antes que nosotros dominaron con talento y valentía.

Por nuestra sala de redacción pasaron también El Principito y Charles Chaplin, y hasta una colección de sombreros que nos repartimos para contar historias.

En eso consistía todo, finalmente: en contar historias.

Y para lograrlo, diría el profesor, hay que leer, leer, leer; escribir, escribir, escribir, y corregir, corregir, corregir. Todo eso, y con esa intensidad, lo ha practicado Enrique en sus casi cincuenta años de trayectoria profesional y lo inculcó a sus alumnos de la Universidad Católica y también de la Diego Portales, de la Uniacc y de la Universidad del Desarrollo. Hace poco sacamos una cuenta rápida: en sus 22 años de docencia Enrique dio clases, fácilmente, a unos cuatro mil alumnos que hoy son periodistas. Muchos de ellos, me consta, recuerdan con enorme cariño y gratitud las enseñanzas del profesor Ramírez Capello, no sólo sus palabras en clases sino también sus pacientes y detalladas correcciones en los trabajos que le entregábamos.

Marcela Aguilar, decana de la Facultad de Comunicación y Letras UDP, fragmento de la presentación del libro “De tierra soy y con palabras canto” en 2016.